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sábado, 24 de octubre de 2020

El entierro

 Miles de personas acompañaban

el féretro del difunto esperando

que fuera el último de sus viajes.

Fue arduo el esfuerzo, pero valía la pena. Encontraron dificultades hasta llegar al destino.

De pronto se hizo la noche, cientos, miles de cuervos, gaviotas negras y estorninos , se adueñaron del cielo con sus horribles graznidos, que eran cantos de alabanza al Ser que mas habían querido.

Querían entorpecer la marcha, dificultar su caminar, y si fuera poco el ruido empezaron a soltar sobre  muchedumbre callada sus pestilentes excrementos.

Lluvia. Truenos, relámpagos iluminaban el cielo, espectáculo dantesco.

que dejaron el Camposanto que desde aquel día dejaría de serlo, anegado con lagrimas torrenciales de los Dioses del infierno. Algunas tumbas cavadas a poca profundidad, dejaron ver manos que eran solo agarrotados huesos, pidiendo sin voz

ser liberados antes de descender para siempre al averno.

Algunos porteadores de la caja la arañaban hasta quedarse sin uñas dejando así patente el desprecio por su contenido.

Los que asistían al paso de la comitiva cuando lo hacia féretro escupían al aire para que su saliva pestilente al caer sobre el, se esparciera y así no dejar ningún espacio en el que no hubiera muestras de su repulsión hacia el muerto.

No habían curas ni monaguillos, ni caballos negros con penachos dorados que hicieran solemne el cortejo.

Detrás del féretro un perro, ojos húmedos por haber llorado de pena , alegría o de miedo.

Sin raza definida un amasijo de pelos, sin rabo que le había cortado su dueño para que no pudiese ninguna vez demostrar su afecto, fidelidad o respeto.

Tardaron días para llegar a su destino. Muchas sorpresas aun encontrarían en el camino como demonios disfrazados de peregrino

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