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sábado, 29 de agosto de 2020

La plancha Alejandro Canedo

 Pero surgió un problema, pues nuestro vestuario para la obra, que era similar al que usan los campesinos andinos, sobre todo una especie de ponchos multicolores que lavábamos cada vez que podíamos, necesitaba también plancharse y, uno de esos días, la plancha que llevábamos se quemó y no hubo forma de repararla. De manera que me encomendaron a mí a que fuera a comprar una plancha nueva a la ciudad. Calcularon cuánto podía costar, y por las dudas me dieron el doble de esa suma, por si resultaba ser más cara. El dinero salía de la caja común del grupo que se manejaba como una cooperativa. Salí alrededor de las cuatro de la tarde y cuando llegué al centro de la ciudad, mi deslumbramiento pudo más que mi sentido del deber, pues no sé cómo fui a dar a la Avenida Sexta, por donde corría una brisa fresca y se deslizaban unas mujeres de maravilla, además de ser un hervidero de confiterías, cafés, heladerías, donde la música tronaba en tiendas de discos y alguna gente la aprovechaba para bailar allí mismo, en la vereda. 

─Sí, he leído que en algunos países centro y sudamericanos la gente baila en las calles. Continúa.

─Muchas veces en la vida, me ha afectado el fenómeno que al ir perdiendo gradual pero rápidamente mi sentido del deber, empezaba a sentir una alegría que crecía inversamente a mi aflojamiento de la obligación. Sin vacilar, me senté en una confitería con mesas colocadas en la amplia acera y pedí un refresco, empezando a gastar el dinero ajeno, y decidí tomármelo con toda calma y disfrutar de la vista de las hermosas mujeres que estaban en el local. El minuto fatal ocurrió cuando descubrí que, solitaria en una de las mesas, se encontraba una chica joven y muy guapa que cuando advirtió que la miraba me sostuvo la mirada. El primer paso a la condenación lo di cuando me le acerqué y, con un coraje fuera de la común, le pregunté si me podía sentar con ella y ella aceptó. La maldición se acrecentó, luego de algunos minutos de charla, en el momento que ya poseído por todos mis demonios, le dije que me gustaría hacer el amor con ella y ella siguió aceptando. Después, ya totalmente embrujado, la subí un taxi que nos llevó a un poco exigente hotel no muy cercano. Lo que siguió de allí, fue como te imaginarás, gozo puro y simple, el menearse de su cuerpo hermoso, el abandono absoluto de mi conciencia, la entrega y el abandono al placer. Pero inmediatamente después volvieron las torturas, pues a la hora de pagar la cuenta del hotel, comprobé que me faltaba un poco de dinero y tuve, todo avergonzado, que pedir que ella pusiera lo faltante, a lo que generosamente accedió, aunque no pudo evitar un gesto fugaz de desagrado. La conciencia me reapareció de pronto, cuando me percaté de que me había gastado todo el dinero para la plancha que debía comprar, y se exacerbó mi súper Yo represor al saber que ella no tenía para pagarme el retorno a la ciudadela olímpica, y que ya me miró francamente con desagrado, cuando me subí detrás de ella al taxi que tomó para volver a su casa y le pedí que al menos me acercaran a la casa donde tenía su sede ese grupo de teatro del que hablé al principio, y, además, yo sufrí al comprobar que ella había abandonado en el olvido todo lo que ella misma había disfrutado un rato antes y que ya me miraba con franca animadversión. 

─No lo puedo creer. ¿Y qué hiciste?, ─preguntó Suzanne verdaderamente interesada en la historia. 

─Preguntando, preguntando, llegué al local de ese grupo teatral caleño, que por suerte estaba abierto, y allí encontré a su severo director, al maestro de teatro al que sinceramente admiraba. Me atendió cuando le dije que nos habíamos conocido en Quito. Escuchó toda mi historia con atención y paciencia, a la que no le cambié ningún detalle pues pensaba que solo la verdad me salvaría.

─Usted ha actuado mal, señor ─me dijo─. No me refiero al hecho de que se haya acostado con una mujer, a lo que me refiero es a que usted ha traicionado la confianza de sus compañeros, se ha comportado como un individualista sin importarle los demás, ha pensado solo en usted y no en el colectivo al que se debe. Por lo tanto debe ser castigado, tiene que pagar. Yo no le daré dinero para ningún taxi para que usted retorne a su residencia, que es además lejos de aquí. 

Le argumenté largamente, le hice ver que finalmente mis compañeros debían estar muy preocupados sin saber lo que podía haberme pasado, le dije que entre ellos, estaba mi propia compañera que debía estar desesperada. Finalmente aflojó y me dio unas monedas para tomar un ómnibus, el último de los cuales pasaba a las 10:30 de la noche, o sea en pocos minutos más, pero que por suerte pasaba cerca de allí. Tomé el ómnibus que me dejó a la entrada de la Villa Olímpica. Caminé las dos o tres cuadras que había que recorrer hasta el bloque donde estábamos alojados, decidido también a contarle la absoluta verdad a Mariana, a aceptar sus reproches y a sufrir con su dolor. Cuando llegué, todo el grupo estaba reunido afuera del edificio, todos preocupados, sin saber qué hacer, esperándome. Hice mi amplia confesión en público mientras percibía la apenada mirada de Mariana. Nadie juzgó el hecho moral, se abocaron al perjuicio al bien colectivo. El castigo que me determinaron, fue el que realizaría una serie de trabajos extra hasta pagar todo el monto que había dilapidado. Al levantarse la sesión, todos me dieron una palmada afectuosa en el hombro, como diciéndome “entendemos, pero la cagaste”. Yo estaba verdaderamente avergonzado y, al retirarnos a dormir, Mariana me tomó de la mano y así llegamos hasta nuestro cuarto. Allí, ya con las luces apagadas, me dijo: “Lobito, lobito querido, yo sé cómo eres, yo te entiendo. Pero no hay duda de que esta vez actuaste mal”. Al día siguiente, y por varios días más, como es de imaginarse, actuamos con el vestuario arrugado, sin planchar.

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